2.3.23

Aprendí a no ser formal y cortés

Observo sus movimientos. No sigue la línea de lo gris, es una persona sorprendente.  
Nadie más libre que él. Hemos sido amigos desde niños. A lo largo de la vida, a veces, nos hemos distanciado. Pero siempre nos miramos con cariño. 

En mi recuerdo guardo una imagen suya: remera blanca o amarilla, enterito de jean, siempre listo. Con el tiempo ha cambiado, claro, yo también. No le gusto cuando no me gusto. 

Enciende una llama, ríe, se ríe de mí, pero de la mejor forma. Se ríe como aquel que presenció un desastre y consuela el desatino con sus humoradas. Se ríe de mí para no acusarme. Me da una palmada, un abrazo y seguimos. 

 Ninguna maña, ningún rechazo, ninguna inquina. Fluye y yo lo amo, amo verlo fluir. Pero no crean que es fácil. No, no. Es exigente. No le gusta la gente que no vive de verdad, no le interesa. Se aburre atrozmente de los acomodados, esos que no apuestan ni un monosílabo en el juego de la vida. Pero no los ataca, sale, se sacude el polvo y va, sigue, vibra. 

 A los dos nos gusta la aventura, pero no de esas de montañas y ríos. Nos gusta la adrenalina de la vida. Pero él es más sabio que yo y no se engolosina. Y si ve que me pierdo -adicta- me pega una patadita. 

Él es todo lo que está bien.

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